Ayer me hice una
resonancia magnética, evento que podría pasar inadvertido, rutinario, al fin y
al cabo aburrido. A menos que por un solo comentario de una persona mayor, haga
meritoria su descripción.
El principal ser humano que me atendió,
tenía esa voz nasal-yonqui tan característica de Nacho Guerreros en la serie
“la que se avecina”. Al entrar sinceramente me esperaba que los especialistas
en diagnostico por imagen fuesen más ordenados, pero yo iba a lo que iba. Seguí
las indicaciones para ir a los vestuarios a cambiarme y fue donde me crucé con
el abuelo en cuestión que me espetó:
- No te preocupes, todo sigue en pie
No lo entendí. Tampoco le presté mucha
atención porque iba vestido con esas batas de hospital azul trasparente que te
dejan el culo al aire. Eso sí me hizo gracia, sobre todo cuando me obligaron a
desnudarme y ponerme una igual.
Los preparativos para hacerse una
resonancia se basan en tumbarte en una camilla, te posicionan, y te atan con
unas cuerdas con velcro desde las piernas hasta el cuello. Te suelen decir algo
como: “no te preocupes esto es para que no te muevas y salga bien” Además te
ponen unos cascos para los oídos con la intención de mitigar el ruido
ensordecedor del aparato.
Esa camilla con el paciente sujeto se
introduce en un tubo que es realmente estrecho. Yo sabiendo que llevaba el
trasero al aire y estaba maniatado, cerré los ojos pensando que nada podía ir a
peor. Pero estaba equivocado.
Una vez que me introdujeron en el
sarcófago, noté como el tipo empezó abrirme mi puño cerrado y me depositó un
botón rojo. Intuí que sería para finalizar la prueba en caso de claustrofobia,
pero me había obligado a abrir los ojos. Desde mi nariz no había ni dos
dedos de separación con el interior del aparato, escasamente limpio porque
estaba repleta de sangre. Gotas, refregones y por lo que intuí un golpe
frontal.
Treinta minutos de prueba con los pies y
el culo frío, unos ojos como platos, y una imaginación sin descanso intentado
intuir qué barbarie habría ocurrido ahí dentro.
Pensé que habrá sido igual con todos los demás que
vinieron detrás, por lo que al salir no le dije nada al doble de “Coque” y me
fui a los vestuarios donde me crucé la mirada con el siguiente paciente; Un
hombre de cuarenta años, bastante ridículo vestido con la bata. Solamente se me
ocurrió decirle:
- No te preocupes, todo sigue en pie.