Han sido muchos meses fuera de la ciudad que me vio crecer, pero siempre vuelvo. Estoy en ese momento de mi vida, estoy de vuelta.
Y como no podía ser de otra forma, fui a la playa en la que tantas veces me he tumbado a maravillarme de la temperatura, ¿y por qué no? buscando cierta tranquilidad.
Todo preparado, encajo los últimos utensilios en la bolsa de la playa, porque por más y más grandes que las hagan, siempre metemos las cosas a ultrapresión. Después de los enseres, elegir el sitio en las playas malagueñas, por lo menos para mí, es complicado. Podríamos dividir estos sitios por grupos:
- Sentarnos al lado de los jóvenes de entre quince a veinte años, pero estaríamos sometidos a que nos tiren un balón de fútbol o nos manchen de arena con sus más que estereotipados andares. Por no comentar que la búsqueda de tranquilidad se ve nefastamente incumplida, ya que nos machacarán con sus voces guturales.
- La otra posibilidad es unirnos a la arrolladora presencia de las familias. Nos someterán a los griteríos incansables de las gargantas de los hijos, y a la necesidad de devolver los balones de Nivea® que te estampen directamente al lado de tu toalla, que además de darte un susto de muerte, te manchan con una ola de arena incandescente.
Pues bien, después de sortear a estos dos grupos mortales por naturaleza, y de evitarme de los ataques de balones y arena, llegué a encontrar mi sitio para las próximas indefinidas horas. Tras la parafernalia que es acomodarse en alguna parte de la playa, y sentarme a respirar serenidad, un padre con su hija cogida en forma de rana, la lleva rápidamente a la orilla, simple y llanamente para que su querida criatura haga sus necesidades acuosas, al grito de “¡Niño! ¡Cuida de la zombrilla!”
BIENVENIDO A MÁLAGA, JAVIER