El tratamiento de la enfermedad resultó ser un proceso eterno, complicado, frustrante y, por último, un fracaso. Después de permanecer meses sentado en salas de espera leyendo revistas como Good Housekeeping y Reader´s Digest, después de interminables batas de papel y salas de exploración frías y estériles iluminadas por fluorescentes, de la humillación repetida de explicarle hasta el mínimo detalle de mi vida a un completo desconocido, de inyecciones, sondas y recogidas de muestras, la palmé como muchos otros enfermos, con el deseo de tirarme a la enfermera del hospital.