Quise engañarme a mí mismo, pero sin saberlo. Condicionarme a pensar y actuar de forma altruista, y poco común. Y eso, aunque no guste, te hace luchar en pro de un destino incierto. Ser cauto no tiene sentido. Prever el resultado, confiere una dificultad fuera del alcance de un utópico. Y todo esto, más temprano o más tarde, produce el choque contra el duro y cruel muro de la realidad, siempre expectante a mis actos. Siendo la sensación más parecida, a una bofetada de un padre en plena excitación de su hijo. Acaban dejando tu ego renegado al pisoteo de una estampida de búfalos histéricos.
Y es que muchos podrían decirme “Tú te lo buscaste Javier”. Pues bien, en mi defensa (si es que llega a importar en estos momentos), decir que hice caso a un estímulo puramente intrínseco, como un chispazo en plena apoteosis, que siempre produce un cortocircuito, y éste hace arder los cimientos. Yo lo vi, y permití. Dejé que ardiese. Desconozco el material del que estoy hecho, pero ignífugo no es. Y hoy por hoy, sus cenizas humeantes, me hacen recordar con confusa nostalgia, qué bonito fue verlo desde primera fila. Atento a cada momento, y disfrutando de su melódica destrucción.
Los desechos caóticos de mis actos, se amontonan a expensas de ser recogidos para su pronta reconstrucción. Pero con una idea fija en la mente, volver a prenderle fuego, será cuestión de lo que tarde en producir la exenteración mí tiempo.