Trabajaba para la persona más rica del pueblo, pero él era el hombre más pobre del pueblo. Añoraba cada día verse dentro de aquellas paredes, en aquel palacio, arriba de la colina. Él, lo único que podía hacer, es seguir siendo un minero cualquiera, para ganar lo mismo que todos, para gastarlo en dar de comer a su familia. Estaba cansando de no poder darse caprichos, no tenía caballo e iba andando a todos sitios, como un plebeyo, como lo que era. Y todo esto lo pensaba cada día mientras picaba, y picaba, y picaba, y picab... hasta hoy. Había encontrado algo que pensaba no enseñárselo a nadie, una lámpara de color miel. Un simple minero con una lámpara tan bonita, ¿para qué serviría? para servir té, para calentar agua, como recipiente para guardar joyas...
Ya había pasado mucho tiempo, estaba en la pocilga o como él la llamaba “mi casa” tenía que hacer algo con aquel trasto y no sabía el qué. ¿Venderla? ¡En cuanto se la enseñe a alguien me la quitarán!, es tan bonita... Abrazado a ella como si fuese una musa de las bailarinas persas, se le escapó una lágrima de desesperación. La lámpara vibró, y como se magia se tratase, una moneda de oro escupió.
Años mas tardes se encontraba en aquel palacio que tanto soñaba, en una de las habitaciones con las paredes más bonitas que jamás había visto, encima de un montón de monedas de oro, con la lámpara en una mano y su hija muerta en la otra. Ni siquiera eso le hizo escupir una mísera lágrima. Acababa de asesinar a su propia hija por codicia, y no podía llorar.
Yendo a su antigua casa para quitarse la vida, recordó su época como minero, donde era la persona más feliz del pueblo, que trabajaba para el hombre más desgraciado del mundo.